Por: Daniel Toscano
López*
CiudadCCS, 22/04/12
La educación no sólo en Chile, sino en América latina
y en el mundo está adoptando hoy en día procedimientos y formas de organización
provenientes tanto de prácticas burocráticas como de los principios del
mercado. En el caso de Colombia y en varios países, tales prácticas y
principios se concretan en un discurso de “gestión de la calidad” y en la
pretensión de un sistema de aseguramiento de la misma.
La superimposición narrativa del dispositivo de
gestión de la calidad ha terminado por hacer creer ingenuamente que por el
hecho de reducir los procesos educativos a estadísticas, estándares, gráficas y
registros, y por efectuar el ritual burocrático de llenar formatos y aplicar
exámenes, la realidad educativa está bien intervenida. No obstante, de toda
esta hiperinflación se rescata la sensación de control y seguridad. Tal
dispositivo no natural.
Hace creer que con la reforma que pretende introducir
a través de leyes, como en el caso colombiano la Ley 30 de Educación Superior
del año 1992, las comunidades educativas avanzan hacia el progreso.
En Colombia el núcleo del debate educativo gira
alrededor de la reforma a la Ley 30, cuya idea es inyectar dinero de las
empresas privadas a la universidad tanto pública como privada en un gesto de
apoyo a los deficitarios recursos del Estado. Percibo en esto una suerte de
paradoja que no se puede dejar de lado:
Si el ánimo de lucro de las empresas privadas entra a
llenar los vacíos de una educación que todavía tiene serios problemas de
calidad, pues siguiendo la lógica de la acreditación, menos de la mitad de
universidades colombianas están acreditadas, ¿Cómo es que la falta de calidad
se convierte en un argumento esgrimido para que lo mercantil entre en lo
educativo? No se supone que el mismo sistema que asegura la calidad debe
fomentarla, en vez de hacerla cada vez más deficitaria.
Pues, mientras siga estándolo, siempre estará abierta
la puerta para que más capital privado entre a asegurarla. Si hay falta de
calidad es porque el sistema mismo no ha podido “asegurar la calidad”, esa
misma calidad que es el resorte principal que conduce al desarrollo económico,
social y cultural de un país.
El discurso empresarial de la calidad es portador de
una “buena nueva”: parece contener la alquimia que transformará los procesos
pedagógicos, investigativos, académicos, lúdicos y didácticos en exitosos. Se
presenta como la fórmula mágica que sacará a la educación del terreno fangoso
en que se encuentra; sin embargo, cuando la experiencia pedagógica y el hecho
educativo se agrupan en datos estadísticos y en registros casi notariales,
procedimientos más de la economía y la burocracia política, entonces la
educación se convierte en una mercancía más, que debe ser exhibida ante la
vitrina de la sociedad de consumo.
Así, el ámbito de la educación se convierte en un
escaparate en donde se venden los valores del mercado. Al igual que cualquier
producto que uno encuentra en el supermercado, la educación pasa a ser un
objeto etiquetado con el rótulo de “calidad” que se vende al mejor postor.
Naturalmente que la calidad es un bien encomiable y
deseable que se debe perseguir, no obstante, cuando la voz del discurso de la
calidad educativa es la de un modelo económico de corte neoliberal éste se
erige en un saber de vanguardia que en nombre de un modelo verdadero de
certificación pretende filtrar, jerarquizar y ordenar el escenario de la vida
escolar marcando con sus ritmos nuestras tareas, desde las más triviales hasta
las más sublimes.
Con el discurso y “sistema de aseguramiento de la
calidad” se enmascara lo particular, local, disperso y discontinuo que vertebra
lo humano de las universidades y colegios, se refuerzan los mecanismos de
vigilancia y control, proliferan medidas preventivas, cautelares y
sancionatorias. Es un precio alto para la sociedad en general en el afán de
asegurar y controlar de un modo artificial lo que debería darse de un modo
natural y menos excluyente y desigual para todos.
El caso de Chile no es menos dramático que el
colombiano. También encontramos efectos de la invasión de la lógica del mercado
sobre lo educativo, tal como lo advierte el pensador francés Christian Laval.
Él, refiriéndose a la educación y, particularmente, a los nefastos efectos que
conlleva subsumir ésta a la lógica administrativa, comenta: “la escuela y la
universidad deben convertirse en cuasi empresas que funcionen según el propio
modelo de las marcas privadas y se sometan a la exigencia del máximo rendimiento”
(Laval, 2004: 42).
El agobiante endeudamiento de las familias chilenas en
su lucha por el acceso a una educación que se supone de calidad. El también
esfuerzo por parte de las universidades que tienen que ajustarse a estándares y
condiciones de calidad que terminan por convertirlas en lo que sospechosamente
desvela el adagio “dime de qué presumes y te diré de qué careces”.
Los encomiables propósitos de promover la
investigación, la capacitación y cualificación de los maestros, la mejora en la
cobertura educativa, la equidad en el acceso y la oportunidad real de educarse
naufragarán siempre si no se ve a la educación como un proceso y sí como un
producto inmediato.
La escuela y la educación no son una empresa, y la
calidad es un concepto tan equívoco y tan escaso en la realidad educativa de
Chile, de Colombia y de tantos otros países hermanos que hay que pensarlo con
detenimiento. Lo importante es que la calidad no puede darse como algo dado y
evidente.
Hay que ver si calidad tiene que ver también con la
calidad de vida de las personas, con la calidad del conocimiento en términos de
aprender a ser críticos, con la calidad del trato entre maestro y alumno, con
la calidad de seres humanos respetuosos de las diferencias y no como un simple
rótulo que se llena de acuerdo al interés o estrategia política del momento.
(*) Magíster en Filosofía y en Estudios Políticos
Investigador del Instituto Pensar de la Pontificia Universidad Javeriana,
Bogotá.
http://www.aporrea.org/educacion/a142278.html
Fonte: Revista
Libre Pensamiento
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